Allá por el año de mil cuatrocientos setenta y tantos, vivía en Madrid un sastre modesto llamado Juan Crisóstomo, hijo de un escultor ya fallecido, quien llevado por su carácter decidido y generoso al salvar de un incendio a una anciana impedida, había sufrido la fractura de la columna vertebral, a causa de esta lesión quedó jorobado. Una desgracia que troncó en definitiva su juvenil gallardía, huyendo de las risas de que le hacían objetos los muchachos y también algunos desalmados, prefiriese pasear durante la noche por las oscuras calles de la villa.
En cierta ocasión, durante uno de sus paseos solitarios y nocturnos, oyó el ruido de dos aceros que chocaban. Detúvose a escuchar, y al poco cesó el batir de las espadas y un grito de mujer cortó los aires. Corrió hacia el lugar y una dama joven le salió al paso suplicando su ayuda. A poco trecho, junto a las tapias del convento de las Bernardas, veíase un hombre tendido e inmóvil, con una espada rota junto a él.
-¡Socorredle, por Dios!- suplico la mujer
-Ayudadme, vivo aquí cerca- repuso Juan
Trabajosamente entre ambos, transportaron al herido, quedando este tendido en el lecho del jorobado, que le fue ofrecido generosamente ante el asombro e inquietud de la madre. Inmediatamente hizo venir Juan al cirujano, quien después de curarle, declaró que su estado era grave, aunque no desesperado.
En un ángulo del dormitorio veíase sobre una mesita de caoba adosada a la pared una imagen sentada de la Virgen, de talla primorosa. El manto que casi la cubría descendía en graciosos pliegos. Aquella imagen era la obra maestra del padre de Juan, conservada por éste como doble reliquia, piadosa y fraternal.
La joven era hija del marqués de Povar, llamabase Isabel, y desde algún tiempo amaba a Carlos, nombre del herido, segundo de una familia noble, pero sin fortuna. Estas relaciones encontraron desde su comienzo, la tenaz oposición del padre de Isabel, llevando su rigor al extremo de encerrarla. Los jóvenes decidieron huir; pero quiso el destino que su hermano, don Luis, descubriera la fuga y riñendo con don Carlos, lo hiriera dejándolo por muerto, después de haber rechazado a su hermana Isabel. La joven termino su relato entre sollozos, y culpándose de todo lo ocurrido. Y arrodillándose ante la Virgen, rezó, oró y pidiéndole para que la iluminara en el camino a seguir, comprendiendo que la severidad paterna no le perdonaría su huida del hogar de sus mayores. Su suerte estaba decidida: abandonaría el mundo vano y se recluiría en un convento.
Aún permaneció varios días en una habitación contigua, doña Isabel, evitando ser vista por su amante. Y una tarde acompañada por el vicario de las monjas de Santo Domingo, confesor de su familia, partió de allí.
Pasaron los días; sano don Carlos y Juan le explicaron todo lo sucedido. El relato llevo la desesperación al ánimo del joven. Carlos dispúsose a partir, mostró su vivo agradecimiento a Juan y a su madre, tan generosos amparándose de su desgracia y les rogó aceptaran una rica sortija como recuerdo de su estancia en aquella morada. Juan a su vez, le mostró su deseo de regalarle la imagen de la Virgen, quien parecía haberle salvado de tan duro trago.
Trascurrido algún tiempo, don Carlos se alistó como soldado en las huestes del rey don Fernando, que hacia la guerra en Andalucía contra los moros, confió en Sevilla a un sacerdote pariente de su padre la imagen de la Virgen, a quien la dejo en depósito con la condición de que la entregaría a quien la reclamara con un escrito de su puño y letra.
Don Carlos pudo conseguir el grado de alférez, pero en una celada tendida por los moros fue herido de gravedad y llevado al real, pidió hablar con el rey don Fernando, que acudió solicito, oyendo de labios del herido el siguiente relato: "Señor, soy dueño de una imagen de la Virgen, hubo una noche que el alma de una muchacha y la mía estuvieron a punto de perderse, pero nos bastó mirar su divino rostro para salvarnos. Nadie más digno que vuestra alteza y la reina Isabel para conservar a tan digna Señora". Murió tranquilo el bravo alférez, sabiendo que el rey aceptaba su ofrecimiento y a los pocos días la imagen tallada por el padre de Juan llegaba a Marbella. Desde esta fecha acompaño al ejército cristiano hasta que en la toma de la ciudad de Málaga, los reyes mandaran construir un templo donde recibiría adoración.
Fin.